No somos una iglesia perfecta, pero si una donde Dios está

Un amigo, hombre culto y agudo, acostumbrado a vivir entre libros y con un par de títulos universitarios —es psicólogo y sociólogo— me dijo un día, casi con tono paternalista: —Marcelo, la Iglesia evangélica no es para vos. Dejate de embromar. Hay demasiada mediocridad alrededor de los evangélicos.

 

Lo miré con calma y le respondí: —¿Querés que te diga lo que realmente pienso de la Iglesia evangélica?
 
Y le hablé con el corazón: —“Tal vez tengas algo de razón. Hay mediocridad, sí. La mayoría de los cristianos evangélicos es gente sencilla, sin formación académica, sin refinamiento cultural. Muchos de nuestros templos carecen de arquitectura vistosa. No siempre nuestras reuniones son dinámicas. Algunos de nuestros programas de radio tienen poco nivel. Y hay mucho por corregir, es cierto".
 
 
Pero te estás perdiendo de ver lo esencial. Porque lo que Dios le ha encomendado a la Iglesia evangélica —y este es el centro de todo— no es entretener ni impresionar: es transformar vidas.
 
Nuestra misión es recibir a personas rotas, hombres y mujeres que antes restaban a la sociedad por sus vicios, su violencia, su corrupción… y acompañarlos en un proceso de redención. Mostrarles el camino para que sus pecados sean perdonados por Cristo y puedan empezar de nuevo”.
 
(“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas.” —2 Corintios 5:17)
 
Le seguí diciendo: “Esa obra —el milagro de cambiar un corazón— no la puede realizar ninguna otra institución. Ni los mejores foros de psicólogos, ni los más brillantes sociólogos, antropólogos o filósofos. ¡Nadie! Porque no se trata solo de sanar emociones o modificar conductas, sino de dar vida donde solo hay muerte espiritual”.
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(“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados.” —Efesios 2:1) Y esa, querido amigo, es la tarea más elevada del mundo. No hay objetivo más grande, más noble, más eterno que este: llevar a una persona a la salvación que solo se encuentra en Jesucristo.
 
Le agregué algo más: —¿Sabés qué tipo de gente se acerca a nuestras iglesias? Personas muy heridas. Muchos llegan destruidos, como desechos humanos. Otros, con el alma lacerada por pérdidas o traiciones. Pero en ese espacio humilde que tanto despreciás, Dios los restaura”.
(“El Señor está cerca de los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.” —Salmo 34:18)
Terminé con esto: “Amigo, vivimos en una sociedad que nos deja el alma llena de lágrimas… ¿Dónde ir a llorar? ¿Dónde recibir un abrazo sincero? ¿Dónde encontrar una palabra que no juzgue, sino que consuele? ¿Dónde, si no es en una iglesia de Cristo? Un bar no alcanza. Una charla intelectual no transforma. El lugar correcto es la Iglesia, con todos sus errores, con toda su simpleza… y con toda su verdad”.
 
Mi amigo me escuchó en silencio. Pero, honestamente, estoy convencido de que no me entendió.
¿Por qué?
Porque —por más cultura que tenga— no conoce a Cristo, y sin fe, las cosas del Espíritu parecen una locura.
“Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente.” —1 Corintios 2:14
 
Por Marcelo Laffitte

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